Adhiero al acuerdo más bien amplio de que avanzar hacia la igualdad de oportunidades es un objetivo prioritario de la Política Económica, tanto por imperativos éticos como prácticos. La ética cristiana nos enseña que todos somos hijos de un mismo Padre y, por tanto, dotados de igual dignidad y derechos. En la práctica, un desarrollo económico rápido y sostenido requiere del mejor aporte de todos, y dejar personas y sus talentos marginados y sin poder manifestarse plena y productivamente es un desperdicio de recursos que empobrece a la sociedad toda.
Lamentablemente, la importancia de este objetivo de igualdad de oportunidades y la constatación de que aún estamos muy lejos de alcanzarlo, obnubila y confunde a muchos llevándolos a mezclar fines con medios. Por una parte, hay quienes impulsan “todas las formas de lucha” porque el fin justificaría los medios y avalan e impulsan una violencia revolucionaria que destruye el tejido social y que, a su paso, no solo no soluciona nada sino que crea nuevas injusticias. La experiencia histórica de regímenes totalitarios y empobrecidos surgidos de la lucha por la igualdad es amplia y abarca todos los continentes, siendo la tragedia de Venezuela el último botón de muestra.
Por otra parte, hay grupos que creen que el objetivo es tan evidente que por solo perseguirlo se debería lograr acuerdo, y con la sola voluntad y decisión política sería posible alcanzarlo. Entonces es cuestión de acelerar “reformas” tributarias, educacionales, laborales o constitucionales, las que por la sola declaración de propósitos alcanzarían sus objetivos sin importar la calidad de su diseño y efectividad. La idea que subyace entre estos progresistas es que el Estado es todopoderoso, capaz de dar acceso universal a una educación gratuita y de calidad; y si los apuran un poco a todo tipo de bienes y servicios, por el solo hecho de establecer “derechos sociales garantizados”.
Lamentablemente, la realidad es otra y por mucho que la igualdad se mandate en todas las Leyes e incluso en la Constitución, ésta no se alcanzaría por la simple voluntad. Las restricciones objetivas presentes a lo largo de la historia de la humanidad imponen una tarea difícil, que requiere de inteligencia, sabiduría, perseverancia, estudio, planificación y liderazgo; el desafío es muy difícil, pero vale la pena seguir intentando. Reconociendo las limitaciones que impone la realidad, y, por tanto, en la medida de lo posible, la Política Económica debe buscar un desarrollo en que el crecimiento se complementa con mayor igualdad de oportunidades.
Pero los detalles importan: la reforma tributaria no va a incrementar significativa y sostenidamente la recaudación si destruye los incentivos para la inversión y el crecimiento; la reforma educacional no va entregar una educación de calidad para todos si restringe la oferta de servicios educativos y se limita los recursos que el sector privado allega al sector; la reforma laboral no va a mejorar la condición de todos los trabajadores si monopoliza la oferta de servicios laborales en los sindicatos, fomenta el conflicto, e inhibe la creación de empleos formales.
Es de esperar que el renovado realismo que presenta el gobierno en estos días efectivamente se plasme en sus políticas y que el país y sus líderes de opinión entiendan la necesidad de este cambio. El realismo no representa renuncia a los objetivos sociales, solo implica una selección cuidadosa de los medios efectivos para alcanzarlos y paciencia y perseverancia para aplicarlos. Al fin y al cabo se trata de un proceso de desarrollo y no de un salto discreto logrado como por arte de magia.