Nadie se opondría a que la Universidad de Chile tenga un trato especial si cumple una función pública que ninguna otra universidad cumpliera”.
En un seminario en Buenos Aires, un especialista argentino señaló que Argentina tenía la educación más desigual del mundo. “Perdón —repliqué—, pero ese récord es chileno”. Dije eso, porque es lo que se repite insistentemente en nuestro país. Me alegró, al menos, que no fuéramos los únicos masoquistas.
Lo cierto es que, por si usted no lo sabe, la desigualdad de nuestra educación es similar a la de Francia, aunque su nivel de calidad sea superior. Francia, con una tradición de educación pública y gratuita, tiene una educación tan desigual como Chile. Argentina, también con educación gratuita y estatal, no sólo ha deteriorado su calidad, sino que tampoco ha mejorado en equidad (Pisa 2012).
Por eso, cuando leo que la reforma de la educación superior, a la gratuidad universal le agrega ahora el propósito de pasar del 15% al 50% de matrícula en instituciones del Estado, me temo que, nuevamente, estemos errando el camino.
El rector de la Universidad de Chile ha dicho que “no se puede obligar a los estudiantes a ir a la educación privada”, aunque al parecer sí se les podría obligar a ir a la estatal. ¿Cuál sería el argumento para sostener que la educación superior será mejor y más igualitaria si es estatal y gratuita? ¿Con qué recursos se va a hacer esa transformación?
Algunos al parecer creen que hubo una conspiración contra lo estatal con la expansión de la matrícula a través de instituciones privadas, y no que los recursos públicos en un país que tenía un ingreso per cápita 10 veces menor que el actual en 1990 y 40% de su población en la pobreza no alcanzaban para aquello.
En ese tiempo, el movimiento estudiantil pedía “arancel diferenciado”, no gratuidad universal. Obviamente sabíamos que no era la solución definitiva, pero hoy, en vez de 500 mil estudiantes, hay más de un millón en la educación superior.
Es difícil ponerse en otro contexto. Pero ello no invalida la necesidad de demostrar que las decisiones de hoy son las mejores para el futuro.
Nadie se opondría a que la Universidad de Chile tenga un trato especial si cumple una función pública que ninguna otra universidad cumpliera. Pero la discusión no puede reducirse a la gratuidad y lo estatal.
Lo que se requiere son metas y políticas que apunten a mejorar la calidad de todo el sistema de educación superior, insertándola en el mundo moderno y garantizando igualdad de oportunidades a los estudiantes. Sean privadas o estatales, todas deben y pueden cumplir un fin público. Para las nuevas generaciones, para el progreso de Chile.
FUENTE: Diario La Segunda, edición impresa – Ver acá