De Cúcuta a Chacalluta: los costos de la obsesión por la imagen

Nadie puede estar en contra de una inmigración ordenada, que resguarde los derechos de los inmigrantes y, a la vez, reparta equitativamente entre el mayor número de estados esa solidaria labor y para eso son los pactos de Escazú y Marraquesh. Pero no se puede estimular la inmigración como se hizo en Cúcuta y luego pedir documentación imposible de conseguir, como ahora se hace en Chacalluta y Colchane. En suma, es hora de dejar que la Cancillería retome a plenitud la conducción de estos temas y terminar con la interferencia de las asesorías que solo piensan en la encuesta de la semana.

Todos fuimos testigos, a inicios de año, de cómo nuestras más altas autoridades se embarcaron en la operación Cúcuta. La explicación formal fue la necesidad humanitaria de entregar ayuda en alimentos que paliaran la crisis venezolana. Para ello, el presidente colombiano invitó a sus colegas latinoamericanos, se organizó un concierto en la frontera, en el principal punto de afluencia de inmigrantes venezolanos rumbo a Colombia. Para esto, Estados Unidos envió ayuda, Chile también. Toneladas de ayuda que se pretendía introducir en Venezuela.

Pero no todo era humanitario, también había en marcha una operación política y esa era provocar la deserción sustantiva de militares venezolanos que debilitara al gobierno de Nicolás Maduro. No todo fue diplomacia. En el concierto en la frontera, Miguel Bossé se solazó con groserías en contra de la Alta Comisionada de Derechos Humanos, la expresidenta Michelle Bachelet.

Pero Cúcuta, más allá del concierto y de las puestas en escena, no produjo cambio alguno al interior de Venezuela, por el contrario, aumento el éxodo y generó un camino que ahora termina en Chacalluta. Y al igual que el gobierno peruano, les pedimos a los migrantes venezolanos que tengan pasaporte y certificado de antecedentes, papeles muy difíciles de conseguir en las condiciones imperantes. Recordemos que, hasta hace poco, la comunidad andina Perú y Venezuela dentro de ella permitía viajar solo con cédula, es decir, sin necesidad de pasaporte. Cuando las autoridades peruanas empezaron a exigir ese documento, millares de refugiados venezolanos quedaron en condición de ilegalidad, por lo cual muchos empezaron a desplazarse hacia el sur, vale decir, hacia Chile.

A Cúcuta solo acudieron, además del dueño de casa, los presidentes de Chile y Paraguay. Chile aportó en ayuda unas 17 toneladas de raciones de alimentos y medicinas, para lo que desplazó un avión Hércules de la FACH más el avión presidencial que llevó a Sebastián Piñera, una comitiva y prensa invitada. Aclaremos que 17 toneladas no cubren la carga de un camión trailero y, por cierto, que los costos de vuelo de los aviones, como los viáticos de todos los funcionarios involucrados, superaron con creces los montos de la ayuda.

El discurso en esa ocasión fue el de la irrestricta solidaridad con Venezuela, con los refugiados y los inmigrantes, una voluntad de acogida abierta. Chile, ya había establecido anteriormente la llamada “visa de responsabilidad democrática” para los inmigrantes de nacionalidad venezolana y al interior de Venezuela esto fue leído e interpretado como una voluntad amistosa y solidaria de Chile por acoger a los migrantes, en medio de un continente que empezaba a cerrarse.

Ya sabemos lo que pasó en Cúcuta. Las Fuerzas Armadas venezolanas se mantuvieron incólumes, unos pocos militares y policías desertaron y, salvo incidentes en la frontera, esta permaneció cerrada. Más allá de los titulares de esos días de febrero, la Operación Cúcuta fracasó.

Pero en la retina de miles de venezolanos quedó la imagen de que en Chile, desde su Presidente para abajo, los recibirían con los brazos abiertos.

Hace pocos días, centenares de venezolanos yacían impotentes en Chacalluta. No reunían los nuevos requisitos que la inmigración chilena había dispuesto pocas horas antes. Lo mismo ocurrió en la frontera con Bolivia, en la localidad fronteriza de Colchane. La explicación que entregó el subsecretario de Interior no pudo ser más realista: Chile no tiene capacidad ilimitada para recibir inmigrantes. Eso es cierto, pero se contradice con los afanes mostrados en Cúcuta.

La inmigración es un desafío de nuestros tiempos y el fenómeno venezolano en especial. Ese país fue generoso con millares de chilenos que encontraron asilo y protección en tiempos de toque de queda, estado de sitio y jóvenes jurando lealtad a la Junta en Chacarillas.

El éxodo venezolano debe ser enfrentado de manera multilateral, no hay otra forma. Especialmente entre los países sudamericanos, que son los que experimentan con mayor fuerza este drama. Pero resulta que Chile se restó a participar en los mecanismos multilaterales que buscan una migración ordenada, como los pactos de Escazú y Marraquesh, dos iniciativas que fueron promovidas desde un principio, entre otros, por nuestra propia Cancillería, pero a las que a última hora, desde La Moneda, se les puso freno de mano.

¿Cómo se originan estas contradicciones? Una interpretación es sencilla: crecientemente la población chilena se siente preocupada por la inmigración, como sucede en muchos países, para empezar en los sudamericanos. Atendiendo a esta óptica, oponerse a la inmigración o ponerle frenos es algo popular.

Pero, a la vez, Venezuela permite colocar en la agenda y en los medios un tema en que la oposición se divide: la DC se pelea con el PC, el propio Frente Amplio no tiene acuerdos internos. Eso explicaría Cúcuta, salvo que pensemos que con 17 toneladas de alimentos íbamos a contribuir a solucionar la demanda de más de 30 millones de venezolanos.

Pero Cúcuta, más allá del concierto y de las puestas en escena, no produjo cambio alguno al interior de Venezuela, por el contrario, aumento el éxodo y generó un camino que ahora termina en Chacalluta. Y al igual que el gobierno peruano, les pedimos a los migrantes venezolanos que tengan pasaporte y certificado de antecedentes, papeles muy difíciles de conseguir en las condiciones imperantes. Recordemos que, hasta hace poco, la comunidad andina –Perú y Venezuela dentro de ella– permitía viajar solo con cédula, es decir, sin necesidad de pasaporte. Cuando las autoridades peruanas empezaron a exigir ese documento, millares de refugiados venezolanos quedaron en condición de ilegalidad, por lo cual muchos empezaron a desplazarse hacia el sur, vale decir, hacia Chile.

En suma, desde Cúcuta a Chacalluta se construyó un camino plagado de acciones comunicacionales, de alto impacto mediático, pero que alimentaron las expectativas en muchas familias venezolanas: en Chile se los recibiría bien. Pero lo que se sembró en Cúcuta, ese discurso solidario y humanista, terminó en Chacalluta en una línea similar a la de Trump. Varias fuentes gubernamentales sugieren que todo esto se produjo, porque estos temas no fueron manejados por la Cancillería, sino por La Moneda, con asesorías más políticas que diplomáticas.

Nadie puede estar en contra de una inmigración ordenada, que resguarde los derechos de los inmigrantes y, a la vez, reparta equitativamente entre el mayor número de estados esa solidaria labor y para eso son los pactos de Escazú y Marraquesh. Pero no se puede estimular la inmigración como se hizo en Cúcuta y luego pedir documentación imposible de conseguir, como ahora se hace en Chacalluta y Colchane. En suma, es hora de dejar que la Cancillería retome a plenitud la conducción de estos temas y terminar con la interferencia de las asesorías que solo piensan en la encuesta de la semana.

Fuente: ElMostrador.cl